La culpa hizo que nuestra conciencia se viera desnuda ante el Ser que solo hacía una pregunta:
¿Dónde están?
Era más fácil poner la carga sobre ella.
¿Por qué lo hiciste?
Fue más fácil evitar la responsabilidad de los actos.
¿Dónde están?
Era más fácil poner la carga sobre ella.
¿Por qué lo hiciste?
Fue más fácil evitar la responsabilidad de los actos.
Desde entonces, arrastramos el peso de no asumir lo que hacemos, escondemos bajo la alfombra lo que sentimos y pensamos.
Mostramos solo una parte de lo que somos, tan descarados, que la exhibimos como si fuera un tesoro.
Vamos a terapia, a la iglesia o a la fiesta para somatizar nuestro caos.
Competimos entre nosotros, para disfrazar la inseguridad que por dentro llevamos.
Mostramos solo una parte de lo que somos, tan descarados, que la exhibimos como si fuera un tesoro.
Vamos a terapia, a la iglesia o a la fiesta para somatizar nuestro caos.
Competimos entre nosotros, para disfrazar la inseguridad que por dentro llevamos.
Nos obligamos a ser fieles, devotos y santos, no aceptamos que nuestra naturaleza es violenta, oscura y densa.
Nos acostumbramos a hacer el bien, siempre que recibamos a cambio una recompensa.
Nos acostumbramos a hacer el bien, siempre que recibamos a cambio una recompensa.
Y solo, cuando nadie nos ve, en la intimidad de nuestra desnudez, con el sudor en la frente y el dolor de parto, tenemos el valor de preguntar:
Padre, ¿dónde estás? ¿Por qué nos has abandonado?