Deméter vino a mí, como un día lo hizo con ustedes en la tierra, y me seleccionó a mí, como un día lo hizo en el Euses con Demofonte, y me dio de su Kykeon, como un día lo hizo con aquellos que querían ver más allá de la vida, y las llamas y la epifanía vinieron a mí en forma de sueño, sueño que le daría significado a la pregunta que mi alma, desde mucho antes de la concepción del tiempo, se ha hecho:
Vivía, pues, en una comunidad de casas grandes y espaciosas; ventanas grandes, cimientos grandes, techos grandes, puertas y escalones grandes. El color de mi casa —y me atrevo a decir que el de todas las casas— era blanco. Cada habitante de ese lugar era dueño de una casa y cada casa tenía consigo un pantano, pantano de aguas oscuras, densas, fangosas, que incluso al asomarse desde el portón para ver por dentro de él, su oscuridad no lo permitía. Pero daba igual, porque cada habitante de ese lugar sabía que un pantano profundo, muy profundo, le pertenecía.
A mí me daba pavor siquiera asomarme a esas aguas negras. En mis creencias y cultura, las aguas, dependiendo de su estado, son presagios del tiempo bueno o malo, así que verlas y poseerlas me generaba angustia con sufrimiento. Pero cuando uno es dueño de algo significa que también es su amo, que es de su poderío, que tiene la facultad de domarlo, y ese sentimiento genera placer, y el placer genera deseo, y el deseo genera curiosidad, y la curiosidad hacía que cada día quisiera acercarme un poco más a aquellas aguas negras, para entenderlas u observarlas. Y de a poco, pude ir sintiendo cómo la gravedad de su interior me atraía todos los días hacia ellas, mis propias aguas.
Cosa curiosa es el tiempo en los sueños: cuando estás dentro de ellos pueden pasar semanas y semanas, mientras el cuerpo reposa afuera en un momento y realidad más reducido.
Así fue como un día estaba yo parado frente a mis aguas y, como ya les conté, me costaba entender su aspecto oscuro y tenebroso, cuando de repente desde las profundidades salió un animal enorme, muy parecido a un hipopótamo, pero con la piel del mismo color de las aguas. Tenía el hocico más alargado y delgado, sus orejas eran como las de un perro cazador. Al verlo me asusté, me asusté demasiado. Ese animal vivía dentro de las aguas, en mi casa, estaba erguido delante de mí, me superaba en tamaño, también a mi casa. Estaba seguro de que, en el momento que él lo quisiera, podía hacerme daño, de un zarpazo tragarme entero o simplemente llevarme hasta la inmensa profundidad de las aguas. Me sentí vulnerable, me sentí muy humano. Pero el animal no hizo nada, solo me miraba fijamente y entendí que también quería que yo le mirara. Tomé valor; de todas formas, esa era mi casa, era mi pantano, y al mirarlo a los ojos tomé consciencia de que también yo era su amo, que ese animal me pertenecía, que él vivía conmigo noche y día. Sí, podía hacerme daño, claro que sí, pero solo si yo se lo permitía. Así que lo miré, lo comprendí y le di permiso de volver a sus aguas. Entendí que el pantano tenía que estar oscuro para que mi animal pudiera vivir tranquilo dentro de ellas, para que pudiera reposar en la fangosidad, para que se alimentara de la profundidad.
Y también entendí que soy luz y oscuridad. Entendí que, aunque los miedos en mí vivan, los podré dominar, que incluso los miedos a veces solo quieren ser observados. Entendí que los miedos solo salen porque quieren que asumamos la responsabilidad de nuestros actos. Y finalmente entendí que, mientras viva, seré la dueña de una casa blanca y de la profundidad de un pantano.
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