Aterrizar a este mundo me costó. Llegué unos meses adelantada y, al parecer, se hacía incómoda y difícil la estadía en la tierra;
me molestaba la luz, me dolía la piel, pero lo que más se me dificultaba era entender cómo funcionaba la respiración, pues el aire parecía muy denso cuando entraba a mis prematuros pulmones. Podía sentir el hervir de un fuego arrasador en cada enramado de mis poco frondosos bronquios.
Lo que pudo salvarme de la locura fueron mis oídos. Ellos comenzaron a desanudar la melodía del mundo exterior. Pude reconocer tonos agudos y graves en compases o acordes musicales que me eran familiares desde mi concepción y hábitat universal. Al parecer, estarían aquí con el propósito de hacerme sentir más calmada en este nuevo despertar, así que simplemente me dejé llevar por la música y mi cerebro comenzó a identificar, procesar y codificar la información en voces, estados de ánimo, como lo son las risas, como lo es el llanto. Le di un nombre a cada sonido: mamá, papá, abuelos. Y mis ojos pudieron capturar imágenes que le darían identidad a esos seres terrenales que, en mi nadir, podía ver cómo se asomaban para vigilar que todo estuviera bien, que aún la vida me fuera conservada.
Desde las alturas pude ver cómo la figura de una de esas voces a mis ojos se asomaba. Era la más bonita de las voces, la que primero conocí, la voz que más amaba. Me entregó un objeto que me envolvía. Creo que fue el regalo más honesto que mamá me proporcionaba, porque esa calidez de sus ricos retazos me hacía sentir segura y me daba esa paz que tanto buscaba para dormir con las lunas que le fueron dando tiempo a mi vida.
Crecí con esa cobija. Ella tenía mi olor, ella me transportaba a los recuerdos de un mundo pasado que se tornó más lejano con los años, pero que al tenerla, esas memorias estarían cerca para hacer más fácil mi existencia en este planeta tierra, en esta realidad como un terrícola más.
La llamé “popita” porque cuando uno está bebé es muy torpe para hablar. Así que mi popita fue la segunda cosa que amé en la vida. Nunca pude conciliar el sueño sin ella. La llevaba a paseos, la llevaba a otras casas, ella estaba en mis cumpleaños. Era de líneas rosadas y blancas, que con los años dejaron de dar color, pero nunca esas líneas dejaron de dar calor.
Un día casi profético, como dice la religión: “Dios da y Dios quita”, mi mamá decidió que ya estaba grande para tener “popita”. Me arrebató el último de los retazos que deshilachados yo chupaba y lo tiró a la basura como un trapo cualquiera que tiene que ser olvidado porque, al ser grande y no un bebé, esas cosas ya no están bien. Y creo que con su ausencia sí me sentí muy desprotegida. ¿Dónde iba a encontrar ese mundo de sueños que mi cobija me daba? ¿Dónde iba a vivir cuando esta realidad no me gustara? Tenía que encontrar una solución rápida o, si no, iba a morir de lo mismo que un día mis oídos me salvaron.
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