Mientras avanzaba hacia su oficina, cada losa del suelo parecía transformarse en arcilla fresca bajo sus pies. Con cada paso, sentía la densidad y el frío filtrarse en aquella masa sin forma. El trayecto duró apenas unos segundos, pero para ella se extendió como una eternidad, pues sabía lo que la aguardaba al cruzar esas puertas.
En ese breve recorrido, la ansiedad se apoderaba de su cuerpo: el estómago se retorcía, la sangre fluía con vértigo por sus venas y su corazón latía con tal fuerza que amenazaba con escapar por su garganta. Era adicta a esa sensación, a esa adrenalina pura e inagotable, y sabía que la forma más rápida y certera de alcanzarla era sucumbiendo a la intensidad de un romance efímero.
Antes de ser una adicta, ella soñaba con la libertad, un mundo lleno de oportunidades. Se sentía capaz de cualquier cosa con tal de hacer realidad sus metas. Todo en ese entonces parecía tan fácil, hasta que el velo de la adolescencia cayó por completo, dejando una realidad seca, fracturada y dura ante sus ojos.
No tuvo más remedio que trasladar toda esa fuerza, toda esa energía, toda esa vida a la única posibilidad que dentro de su escaso mundo le sobraba por montones: los hombres.
Así fue como terminó recorriendo aquel pasillo, impulsada por la necesidad urgente de su dosis momentánea, esa chispa efímera que solo la pasión y el placer podían encender. Pero, como todo adicto que busca elevar su umbral de tolerancia, su deseo esta vez la arrastraba hacia un nuevo límite: un hombre casado.
Lo notó cuando vio su camioneta: una Voyager 2002 azul, con el interior ligeramente descuidado y repleto de pequeños juguetes, entre ellos uno de Batman. Luego, él se lo contó; ella fingió sorpresa.
Lo había conocido en el trabajo. Vendía apartamentos y, a través de ese oficio, había aprendido a calmar su codependencia con numerosos hombres. Sin embargo, él se veía distinto. En su mirada se percibía un brillo singular; sus movimientos destilaban una seguridad inusual, una madurez y experiencia que lo elevaban por encima de los demás. Así fue como se desarrolló su gusto hacia él.
Solo se preguntó si, jugando el mismo juego de siempre, lograría hacerlo sucumbir ante su deseo, como todos los otros lo habían hecho. Resultó incluso mucho más sencillo; al parecer, ocho años de matrimonio y la paternidad de dos hijos habían llevado a un hombre de cuarenta años a anhelar redescubrir aquellas emociones que hacía tiempo creía haber dejado atrás.
Finalmente, ella llegó a la puerta y tocó.
—Pasa, está abierto —gritó una voz desde adentro.
Entró. Él fingía estar concentrado en su trabajo, hojeando unos planos sobre una mesa blanca con rastros de carbón de lápiz esparcidos sobre la superficie. Pero apenas la vio, dejó lo que aparentaba hacer y caminó hasta la puerta para asegurarse de ponerle seguro.
De fondo sonaba una canción de Chet Faker.
—Me gusta esa canción —dijo ella, rompiendo la tensión.
—¿Quieres algo de tomar? —preguntó él, girando la llave con disimulo.
—Agua está bien.
Mientras él se movía hacia la pequeña cocineta, ella aprovechó para recorrer con la vista la oficina. No había mucho que llamara su atención: mesas blancas, todas cubiertas de papeles, planos y lápices; tres computadores de base alineados en un costado.
El piso, a diferencia del pasillo, carecía de losas, dejando al descubierto una textura rústica pero con un aire muy moderno, parecido a lo que se suponía que era tendencia en Nueva York.
Los cuadros aún no estaban colgados, sino apoyados contra las paredes, y el baño no era visible a simple vista. Al fondo, junto a un mesón, una cafetera de goteo contenía un café que tenía el aspecto de haber estado allí demasiado tiempo. Da igual, a esa hora —las cuatro de la tarde— ya no se tomaba café, pensó. Al lado, una neverita que probablemente refrigeraba la comida casera que su esposa le preparaba a él.
—¿Qué te parece? ¿Te gusta?
—Sí, está muy linda. Es rústica pero moderna a la vez, me recuerda a Nueva York.
—¿Has estado en Nueva York?
—Nunca, ni siquiera tengo pasaporte, pero he visto en revistas de inmuebles y, en mi trabajo, todo el mundo habla de la tendencia de convertir bodegas en apartamentos, estudios, casas… así como esta. Al estilo de Nueva York. ¿Tú has estado?
—Claro. Allá me fui de luna de miel, pero la verdad me gusta más Londres. La gente tiene más modales, el clima es mejor… Ahí hice mi especialización y me encantaría volver algún día.
Ella bebía su vaso de agua mientras lo escuchaba, fingiendo interés. Ya se sabía de memoria cómo actuaban los hombres antes de la penetración. De hecho, estaba convencida de que la única forma de excitarlos era dejándolos hablar de sí mismos, dejándolos presumir sobre sus viajes, sus estudios, sus amigos, sus logros. Bla, bla, bla.
Así como los pavos reales despliegan sus plumas, ellos tienen que exhibir lo buenos que son, lo increíble que han vivido, lo intelectuales que parecen ser. Pero, en realidad, los hombres no son adictos al placer ansioso. No. Ellos son adictos a alardear de sí mismos y luego descargar sus fluidos en vaginas nuevas.
Porque una vagina nueva es una nueva audiencia. Una nueva oportunidad para recitar el mismo discurso de siempre, con la misma emoción ensayada, sin miedo a que la historia ya esté gastada. Y si esa vagina viene con una mujer bonita, inexperta y fácilmente impresionable, el juego se vuelve aún más excitante. Más animal.
Así que ella escuchó, fingió estar fascinada. Y él, sin darse cuenta, se fascinó aún más con su propia voz. Con su propio cuento.
Como era de esperarse, se excitó y pudo decir enérgicamente:
—Hoy estás preciosa. Eres distinta a las mujeres de aquí. Tienes un aire europeo… Es más, te encantaría Barcelona. Tú perteneces allí.
Ella no se esperaba eso: un halago disfrazado de destino, la sugerencia de un futuro imaginario en otro continente.
—¿Por qué lo dices?
—Porque eres hermosa e inteligente. Siempre me han gustado las mujeres diferentes, y tú lo eres. Me recuerdas a mí cuando era joven, lleno de vida y curiosidad.
Otra vez hablaba de sí mismo. Pero esta vez, la comparación la halagó. Porque, en el fondo, ella sí lo veía distinto: él parecía poseer más información y menos límites.
—Sí, sueño con viajar, con conocer muchos lugares… Pero primero tengo que salir adelante. Cuando tenga algo ahorrado, quizás vaya a España y conozca Barcelona.
Ella, en serio, lo dijo con ilusión, aunque sintiendo en la lengua el peso de la imposibilidad. La distancia entre continentes, entre realidades. Y él, al escucharla, vio algo en su rostro. Algo frágil. Vulnerabilidad intelectual, vulnerabilidad económica, vulnerabilidad emocional.
Respiró hondo, como si tomara impulso. Subió el volumen de la música, le quitó el vaso de agua con suavidad y guió su mano hasta su entrepierna, sobre la tela gruesa del denim.
—Mira cómo me pones —susurró en su oído.
Ella sintió la dureza y el calor que sobresalía bajo el blue jean. No opuso resistencia.
—Hace mucho que no sentía esto —dijo él, mientras desabrochaba con prisa los botones de su blusa.
—Eres tan linda… Tienes un cuerpo hermoso…
—A ver, quiero ver tus senos. Muéstramelos.
Impaciente, llegó al último botón. No perdió tiempo en quitarle el sujetador. Lo subió con ansiedad, dejando al descubierto un par de senos redondos, proporcionados, casi perfectos, salvo por unas diminutas cicatrices en forma de colombina, vestigios de una cirugía pasada.
—Tienes unos senos hermosos.
—Están operados.
—No importa. Son perfectos, a tu medida… Déjame besarlos.
Los sostuvo, los besó, hundió su rostro en ellos. Olió su piel. Qué bien olía. Qué suave se sentía al tacto.
Él podía sentir la sangre bombear generosamente hasta su miembro. Su pene palpitaba al unísono con su corazón. Hacía tiempo que no sentía esa urgencia de penetrar, de hundirse en una nueva vagina tibia y húmeda. Un nuevo olor a sexo. Apresurado, comenzó a desabrocharle el pantalón.
Ella lo observaba, perpleja, pero con curiosidad. Lo dejó tocar, explorar, oler. Nunca había visto a un hombre tan frenético. Los jóvenes o los de su edad se tomaban su tiempo, jugaban con la anticipación. Pero él no. Él tenía prisa. Estaba desesperado, hambriento.
Y en ese instante, ella pensó: La monogamia debe de ser triste. El matrimonio debe ser monótono, aburrido.
Y entonces, como un fogonazo, esa palabra la golpeó con violencia:
MATRIMONIO.
MATRIMONIO.
Sintió que la palabra la envolvía, la aturdía, como una luz ensordecedora que la cegaba por completo. Se cayó de su caballo, como Saulo de Tarso.
MATRIMONIO.
Si sigo haciendo esto, jamás tendré una verdadera pareja.
MATRIMONIO.
Si tengo sexo con él hoy, nunca tendré un esposo.
MATRIMONIO.
Si me acuesto con él, mi vida seguirá siendo la misma.
Si sigo haciendo esto, jamás tendré una verdadera pareja.
MATRIMONIO.
Si tengo sexo con él hoy, nunca tendré un esposo.
MATRIMONIO.
Si me acuesto con él, mi vida seguirá siendo la misma.
Y entonces, como si su alma se desprendiera de su cuerpo, se vio desde afuera:
una mujer semidesnuda, con el brasier atascado en el pecho, el pantalón enrollado hasta los muslos, la ropa interior arrugada junto a la tela del jean, bloqueando el camino.
Un desorden de tela y piel en medio de tanta prisa.
una mujer semidesnuda, con el brasier atascado en el pecho, el pantalón enrollado hasta los muslos, la ropa interior arrugada junto a la tela del jean, bloqueando el camino.
Un desorden de tela y piel en medio de tanta prisa.
Él, todavía con la camisa puesta, buscaba su pene por la rendija de la cremallera.
Qué escena tan triste.
¿Dónde estaba el placer? ¿Dónde estaba el juego morboso de mirarse el cuerpo entero? ¿Dónde estaban las caricias lentas, los dedos recorriendo las zonas más sensibles, los besos largos y húmedos que jugaban a ser clítoris, a ser glande?
¿Dónde estaba la respiración acelerada, el jadeo entrecortado, la dopamina en los ojos vidriosos?
¿Dónde estaban los mordiscos, los gemidos, la piel erizándose bajo el roce de otra piel?
Qué escena tan triste.
¿Dónde estaba el placer? ¿Dónde estaba el juego morboso de mirarse el cuerpo entero? ¿Dónde estaban las caricias lentas, los dedos recorriendo las zonas más sensibles, los besos largos y húmedos que jugaban a ser clítoris, a ser glande?
¿Dónde estaba la respiración acelerada, el jadeo entrecortado, la dopamina en los ojos vidriosos?
¿Dónde estaban los mordiscos, los gemidos, la piel erizándose bajo el roce de otra piel?
Todo se reducía a una simple penetración.
Miró al hombre que tenía frente a ella, vio sus ojos ansiosos, su rostro sudoroso, su cuerpo rígido, y por primera vez se dio cuenta de lo vacíos que eran esos gestos.
No era él. No lo era. El problema no era él, ni su impulso, ni el juego. El problema era ella.
Era su adicción, su huida hacia adelante, su búsqueda de algo más en cada encuentro, en cada hombre, en cada caricia.
Estaba huyendo, y lo sabía.
Huyendo de sí misma.
Era su adicción, su huida hacia adelante, su búsqueda de algo más en cada encuentro, en cada hombre, en cada caricia.
Estaba huyendo, y lo sabía.
Huyendo de sí misma.
Y volvió en sí.
De golpe.
Justo a tiempo.
Porque él ya estaba a punto de voltearla, listo para hundirse en su cuerpo con la urgencia de un animal.
De golpe.
Justo a tiempo.
Porque él ya estaba a punto de voltearla, listo para hundirse en su cuerpo con la urgencia de un animal.
MATRIMONIO.
La palabra seguía martillando su cabeza.
MATRIMONIO.
Él está casado. Yo quiero casarme algún día.
MATRIMONIO.
Tengo ganas. Por alguna razón, él me gusta.
MATRIMONIO.
Pero no quiero un esposo así.
MATRIMONIO.
No. No tiene que ser así. Mi esposo no será así.
La palabra seguía martillando su cabeza.
MATRIMONIO.
Él está casado. Yo quiero casarme algún día.
MATRIMONIO.
Tengo ganas. Por alguna razón, él me gusta.
MATRIMONIO.
Pero no quiero un esposo así.
MATRIMONIO.
No. No tiene que ser así. Mi esposo no será así.
Sintió que debía hacer un sacrificio. Un pacto con el destino.
No acostarse con él sería su sacrificio.
Si renunciaba a este instante sin sentido, merecería algo mejor.
No acostarse con él sería su sacrificio.
Si renunciaba a este instante sin sentido, merecería algo mejor.
Y en su mente le habló a esa voz que la guiaba:
Si hoy digo que no, prométeme que me darás un Moshel. Gracias por escucharme. Amén.
Si hoy digo que no, prométeme que me darás un Moshel. Gracias por escucharme. Amén.
Algo se rompió dentro de ella.
Se levantó rápidamente, apartándose de él.
No podía creer lo que estaba a punto de hacer.
Su respiración se aceleró, el pecho le pesaba, y por un instante la intensidad de la situación la ahogó.
Se levantó rápidamente, apartándose de él.
No podía creer lo que estaba a punto de hacer.
Su respiración se aceleró, el pecho le pesaba, y por un instante la intensidad de la situación la ahogó.
—¡Para! —casi gritó.
—¿Qué pasa? —preguntó él, confundido, aún con las manos en su pantalón, sin entender el cambio repentino.
—Para, por favor. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo.
—¿Qué pasa? —preguntó él, confundido, aún con las manos en su pantalón, sin entender el cambio repentino.
—Para, por favor. No puedo hacerlo. No quiero hacerlo.
Él la miró, atónito.
—¿Pero qué pasó?
—Nada. Solo… no quiero hacer… ¡No soy capaz de hacerlo!
—¿Pero qué pasó?
—Nada. Solo… no quiero hacer… ¡No soy capaz de hacerlo!
Se acomodó la ropa con rapidez.
—No lo haré porque quiero experimentar lo que es el matrimonio, quiero tener un esposo. Quiero ser esposa. Y si lo hago contigo hoy, eso nunca va a pasar.
—No lo haré porque quiero experimentar lo que es el matrimonio, quiero tener un esposo. Quiero ser esposa. Y si lo hago contigo hoy, eso nunca va a pasar.
Subió la cremallera de su pantalón, se abotonó la camisa, se alisó su cabello con las manos, se terminó el vaso con agua, caminó hasta la puerta y quitó el seguro.
Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió para siempre de la oficina y de su vida.
Sintió como si el aire pesado de la ciudad le pesara en los pulmones, como si cada paso la alejara más de lo que había sido.
En su cabeza, la palabra MATRIMONIO seguía resonando, pero ahora no como una amenaza, sino como una revelación.
Sintió como si el aire pesado de la ciudad le pesara en los pulmones, como si cada paso la alejara más de lo que había sido.
En su cabeza, la palabra MATRIMONIO seguía resonando, pero ahora no como una amenaza, sino como una revelación.
Ella, con carácter, le respondió en su mente:
Más vale que me cumplas. Porque hoy hice algo diferente. Hoy, por primera vez, dije NO.
Más vale que me cumplas. Porque hoy hice algo diferente. Hoy, por primera vez, dije NO.
Era el momento de confrontarse a sí misma, de dejar atrás las ilusiones y las adicciones, de empezar a buscar una verdadera conexión.
Una conexión que no estuviera marcada por la evasión ni por la superficialidad.
Una conexión que no estuviera marcada por la evasión ni por la superficialidad.
Poco a poco, el peso de su decisión comenzó a aliviar su alma, como si cada paso fuera un acto de liberación.
Y, por primera vez, se sintió libre, libre de las expectativas ajenas, libre de sus propios fantasmas.
Y, por primera vez, se sintió libre, libre de las expectativas ajenas, libre de sus propios fantasmas.
Y aunque no sabía qué vendría después, sabía que el viaje hacia sí misma apenas comenzaba.