Friuli, Italia, 1555.
Escribo esta carta desde el seno de mi morada, la que usted ha visitado tantas veces, en la que un día nos bendijo como lo hizo Dios en el origen de la existencia, entregándonos la misión de ser fecundos para multiplicarnos y así poblar abundantemente estas tierras.
Tierras que por la santa providencia fueron dadas a vosotros desde siglos pasados, tierras que gracias a vuestra purificación el espíritu del Señor camina sobre ellas, tierras que por gracia del Padre ustedes una vez me concedieron. Tierras santas donde hace cuatro primaveras fui desposado; y como devoto a la sagrada escritura, tengo grabados en mi mente y corazón los deberes que como marido me corresponde llevar a cabo:
He sido un hombre fiel. Jamás he visto a otra mujer con malos deseos.
He sido responsable y proveo con abundancia las necesidades de la casa.
Honro mi matrimonio y prefiero pasar tiempo al lado de mi mujer.
Amo a Dios más que a mi cónyuge, y sé que ella ama a Dios también.
He sido responsable y proveo con abundancia las necesidades de la casa.
Honro mi matrimonio y prefiero pasar tiempo al lado de mi mujer.
Amo a Dios más que a mi cónyuge, y sé que ella ama a Dios también.
Ella es una mujer justa, paciente y hacendosa. Hace muy bien las labores de la casa, es alegre, no se cuestiona muchas cosas, entiende a la perfección que todo debe ser en el tiempo de Dios. Pero somos conscientes de que muchas lunas ya han pasado y aún el fruto de nuestro amor no se ha fecundado.
Quiero que en esta carta quede muy claro que los hijos que aún no tenemos no son por causa de ella. Ella es una mujer dispuesta, joven y llena de vida. Es por causa mía que aún la vida no nos es concebida. No he cumplido con uno de todos los mandamientos, y aunque he leído una y mil veces el Cantar de los Cantares como ustedes me lo han aconsejado, no he podido experimentar la plena armonía de sentir el deseo hacia mi esposa. No nos hemos regocijado en la intimidad sexual que Salomón, con la iluminación del Padre, un día escribió.
Tampoco es por desconocimiento anatómico. Vosotros ya sabéis que como médico destacado he asistido muchos partos, sin ninguna pérdida. Conozco cada parte del cuerpo humano. Sé cuáles son las diferencias entre una mujer y un hombre. De hecho, admiro mucho el cuerpo humano. He estudiado cada pliegue de él, cada poro, cada forma.
He entendido cómo las gotas de sudor refrigeran la piel en las largas jornadas de trabajo, cómo los músculos crecen cuando se cargan cosas pesadas y se marcan en la piel en señal de fuerza. He comprendido cómo el movimiento de los cuerpos crea energía, energía que empleamos para sembrar, idear y crear.
Así pues, queridos hermanos, si no es por desconocimiento ni por falta de devoción al Señor, ¿qué puede causar mi falta de disposición a la hora de cumplir con mi tarea?
Este sentimiento me tiene atormentado. Porque no solo temo el juicio del Altísimo por fallar en su mandato, sino también el juicio de los hombres, que con razón podrían considerarme indigno de portar el título de esposo.
A veces me pregunto si no seré víctima de algún sortilegio, de un mal puesto sobre mí por manos envidiosas o por mujeres de mala vida. A veces temo que mi cuerpo mismo sea campo fértil de corrupción demoníaca, que me impide obrar como hombre debe obrar con su esposa.
He rezado. He ayunado. He implorado al Señor en el silencio de la noche, con lágrimas que mi esposa no ve. He consultado los libros santos y la ciencia que aprendí. Nada me da consuelo, ni alivio.
Es por ello que, vencido por el peso de esta culpa, acudo a ustedes, mis hermanos en Cristo. Para que me aconsejen. Para que intercedan por mí. Para que pidan por mi alma y mi cuerpo. Para que, si es voluntad de Dios, me liberen de esta pesadez del espíritu.
Porque temo.
Temo que este mal sea más grande que mi cuerpo.
Temo que sea el reflejo de algo oculto, algo que no me atrevo a nombrar.
Temo, incluso, que mi casa, que fue bendecida por ustedes, pueda volverse morada de sombras si no hallo remedio.
Temo que este mal sea más grande que mi cuerpo.
Temo que sea el reflejo de algo oculto, algo que no me atrevo a nombrar.
Temo, incluso, que mi casa, que fue bendecida por ustedes, pueda volverse morada de sombras si no hallo remedio.
Les suplico humildemente sus oraciones, su guía, su absolución si corresponde.
A ustedes, que son mis pastores y hermanos en la fe, confío mi vergüenza.
A ustedes, que son mis pastores y hermanos en la fe, confío mi vergüenza.
Que el Altísimo tenga piedad de mí.
Que su luz disipe mis tinieblas.
Que su amor restaure mi hogar.
Que su luz disipe mis tinieblas.
Que su amor restaure mi hogar.
Firmo esta carta con mano temblorosa,
pero con el corazón abierto ante Dios.
pero con el corazón abierto ante Dios.